Cuando cumplió 90 (seguía fibrosa, flaca como un poste eléctrico de madera, de los antiguos y algo más encogida pero con la sonrisa de pilla de siempre), sus nietas le regalaron un paquete enorme que ella todavía podía abarcar con sus brazos infinitamente largos y pellejudos, en los que aún se le marcaban los biceps, que tanto le gustaba enseñar en su juventud poniéndose camisetas sin mangas. Tras desenvolver varias capas de papel de regalo, porque sus nietas habían aprendido de ella y de su madre a ser bromistas (gran legado), se encontró con una caja de cartón rectangular que le recordó a las que le compraba a sus hijos cuando eran pequeños, llenas de piezas de plástico de colores que se ensamblaban entre sí para realizar diferentes construcciones. «¿Esto es un Lego?», preguntó. «Sí, abuela, es el Lego de tu Vida». Tuvo que sentarse en su mecedora durante un rato debido a la extraña emoción que sintió recorrer su cuerpo y aprovechó para ponerse las gafas porque entre cataratas y presbicias (amigas suyas desde hace años) a penas podía distinguir la foto que aparecía en la tapa de la caja. Tras colocarse unas de pasta roja sobre la nariz que emulaban a las que se pusieron de moda en los años noventa del siglo pasado, empezó a distinguir los elementos de la escena retratada. En primer plano una casita de dos pisos, similar a la casa en la que se encontraban en aquel mismo instante celebrando su cumpleaños y de la que nunca se quiso mudar porque reunía lo mejor y lo peor de vivir en la ciudad y en el campo a la vez y es que la ambigüedad siempre estuvo presente en su vida. Así pues el Lego también incluía unas piezas para construir un pequeño jardín en el patio. La terraza de la planta baja era fiel a la que en su momento tanto disfrutó con su familia y amistades, a pesar de las continuas protestas del vecindario, que se mostraba envidioso y amenazante cuando ella organizaba fiestas, encuentros y celebraciones que eran pura algarabía. No pudieron con ella, habiendo nacido en Mieres, complicado. El Lego reproducía con exactitud aquella planta baja, espacio abierto, en la que ella tanto había trabajado para construir un espacio singular, lleno de luz, sofás y con una pantalla enorme, porque el cine siempre había sido una de sus pasiones. Un lugar para todos y todas pero sobre todo para encontrarse con ella misma y vivir en paz con sus contradicciones. Además de la casa, alrededor aparecían varias figuras que simulaban a su familia; Elías jugando al fútbol en el jardín, Julia viendo una película, Adrián en el piso de arriba, haciendo muy bien no se sabe qué, ella misma pintando una puerta que con el tiempo se convirtió en giratoria porque le encantaba la de la entrada a la Cafetería Dindurra, en la que sus nietas aún jugaban a dar vueltas hasta marearse. Un gato subido al árbol del jardín…
«No me lo puedo creer, muchas gracias por este regalo, no sabía que existían estas cosas, me parece muy divertido… y raro, la verdad», dijo.
«Lo abro entonces». El lego de su vida se repartía en varias bolsas de plástico; el jardín y los árboles por un lado, la estructura de las casa por otro, en las ventanas de las paredes estaba pintado el reflejo de algunos lugares y personajes que vivían en el barrio, el edificio de Tabacalera, un vecino joven muy alto que se llamaba César y que pasaba de vez en cuando por allí a saludar con el propósito de que le invitaran a ver una película en aquella pantalla grande, que estaba incluída a su vez en la bolsa de plástico que traía los muebles. La última bolsita incluía las figuras de su familia, Adrián, Julia, Elías…, la abrió con los dientes para ver de cerca las figuras (se le movió la dentadura postiza), para tocarlas, ponerles las pelucas… y en ese instante se percató de que aparecían dos más que no salían en la foto de la tapa de la caja. La de una mujer mayor ( no tanto como ella que, recordemos, cumplía 90 años aquel día) y que se le parecía mucho, sí, era ¡su madre! y la de un hombre alto, fuerte y de bigote, su querido padre. En ese momento le embargó una mezcla de tristeza, nostalgia y felicidad y le cayeron cuatro lagrimones sobre el librito de papel que traía las instrucciones para construir el Lego, las cuales arrojó con fuerza a la chimenea de pellets. ¡Abuela!, gritaron sus nietas: «¡Ni abuela ni abuele!», gritó, «a ver si ahora alguien me va a decir cómo tengo yo que construir la historia de mi vida».
Cuando sopló las velas, cantaron, brindaron, comieron la tarta y todos se fueron de vuelta a sus casa, ella comenzó a construir el lego de su vida.
Las últimas piezas que colocó fueron la de su madre tomando un café en la cocina y la de su padre sentado en un banco del jardín bajo la higuera, con ella a su lado.